miércoles, 13 de febrero de 2008

Estimada Doris Levine

No se bien a bien cómo comenzar esta carta. Por un lado, me apena de sobremanera abordarla así, tan a quemarropa, sin antes haber hablado algo siquiera con usted. Por otro, debo confesarme: usted me cautivó desde el primer momento en que la vi. Seré sincero, al principio mi mente no podía entender cómo una criatura tan tierna y frágil podía estar retando a la muchedumbre para ver si existía uno, tan sólo uno que se atreviera a hacerle el amor ahí mismo. No puedo ocultarlo y ya usted debe saberlo: mi mano se levantó automáticamente, venciendo prejuicios y temores, y me llevó un par de segundos reconocer que era mi voz quien gritaba “¡Yo, yo!”. Sin embargo, usted se transformó en una liberta y a partir de ahí ya no pude seguirla más. El argumento de su historia, que usted contaba sin tapujos, se volvió caótico, burdo y hasta cierto punto ecuestre, pero debo reconocer que siempre conservó su espíritu ameno y divertido. Y al final, Dios. Como si de una cruel tragedia se tratara, el conflicto se resolvió cuando Dios decidió que nada se resolvería. El aparente Deus ex machina cobro vida de la forma más absurda y el resultado fue usted corriendo despavorida. Como correlato a su historia, le entrego este amor que me aprisiona. Si usted se liberó de su pasado y venció su futuro gritando “¿Hay alguien que pueda hacerme el amor?”, yo espero que usted pueda rescatarme de esta prisión. Le haré el amor. Lo haré por usted. Usted sirva los tragos esta ocasión.

Espectador

No hay comentarios: