jueves, 13 de diciembre de 2007

Del Odio Político

Siempre he creído que el discurso y los mensajes políticos tienen repercusiones sociales insospechadas que escapan, incluso, del control de los mismos líderes que los profieren. El 2006 fue un buen ejemplo de esto que estoy diciendo. Los argumentos a favor y en contra de Andrés Manuel López Obrador y de Felipe Calderón, en vez de basarse en las bondades o en los horrores de sus propuestas programáticas, en lo adecuado o inconveniente de sus equipos de trabajo, o en sus distintas trayectorias políticas, se centraron en verdades a medias –o muchas veces mentiras flagrantes- y cuestiones tan absurdas como la apariencia, la forma de hablar, o la vida íntima de los candidatos. Lo que se suponía era un proceso electoral se convirtió de pronto en una arena de confrontación social, en el que las expresiones de odio comenzaron a aparecer sin control. Los discursos de ambos candidatos estaban plagados de absolutos y casi parecía escucharse: “el otro candidato representa la maldad despótica, pues sólo yo encarno al pueblo y el pueblo es indiscutiblemente bueno”; “yo lucharé contra la mafia infinitamente perversa de empresarios”; “el otro candidato es un peligro tremendo para la economía y la estabilidad del país”; “si no seguimos por este camino, el futuro será irrefutablemente malo”. Y así podría seguir Ad nauseam. Sin embargo, estos mensajes –y esto es lo más significativo- que tenían por principal objetivo atraerse el voto de los electores, fueron drenándose rápidamente en la vida cotidiana de las personas. Los individuos, la mayoría de las veces sin más referentes que lo que se enteraba por la televisión o por sus conocidos, hicieron suyos los argumentos de los candidatos. Se pasó, entonces, de apoyar a un partido o una propuesta a descalificar y rebajar al adversario político –incluidos seguidores y simpatizantes-, con categorías esencialmente morales. Y dio la casualidad que entre familiares, amigos y conocidos había –como siempre las hay- discrepancias y diferencias políticas que se vieron robustecidas por los argumentos insulsos que los candidatos vertían en la sociedad. En vez de debate se propiciaron provocaciones y enfrentamientos, en vez de diálogo tuvimos caos y estruendo. Se comenzó a descalificar al vecino, al tío, al amigo, al patrón, etc., solamente por su filiación a tal o cual candidato (“ya te enteraste que el huevón de X va a votar por el naco del Peje”; “¿cómo ves que el imbécil de Y piensa votar por el borracho de Fecal”), pues parecía evidente que si los otros apoyaban al contendiente opuesto (que “encerraba” todos los males morales y políticos existentes), la única explicación posible era que “los otros” eran igualmente malos, o por lo menos muy estúpidos. La tensión política crea tensión social, es obvio, pero debería de ser siempre bajo ciertos límites. Hoy, a más de dieciséis meses de distancia del 2 de julio de 2006, el ambiente sigue enrarecido. Los odios políticos provocan conflictos reales entre individuos de carne y hueso. La lección que la clase política debió aprender de la pasada elección es inexistente, así parece. Y ahora vemos cómo, dentro de los mismos partidos, las campañas de odios y enfrentamientos continúan… ad aeternum. http://www.el-universal.com.mx/notas/457298.html http://www.el-universal.com.mx/notas/457301.html http://www.eluniversal.com.mx/nacion/156479.html

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