martes, 10 de marzo de 2009

Homenaje a los Caldos Castro

Para no perder la costumbre no puedo dormir: tengo insomnio. Cuando esto sucede por lo general mi mente aprovecha esos momentos de relativo silencio para pensar en todas las cosas que no he hecho, en todos los libros que no he leído, y en todas las entradas que no he publicado en éste, su humilde blog. A decir verdad, recientemente también he pensado mucho en las lecciones que da la vida y en las canciones de Radiohead que aún no me he aprendido. Sin embargo, hoy mi mente se encontraba en cosas un tanto más triviales (en la deliciosa cena que preparamos en casa de Luis Urquieta [pasta, ensalada, arepas], en los comics de los X-men que compraré la próxima semana, y en mi tema de tesis), cuando de pronto apareció una imagen en mi cabeza que me hizo decir "oh sí, eso es trivialidad pura, debo escribirlo".

Y bien, heme aquí a las tres de la mañana subiendo contenido superfluo y de bajo impacto. Pero no me importa, un noble propósito me anima.

Señoras y señores, niños y niñas, para los que no lo sepan los Caldos Castros son la mejor fonda de mis rumbos. Desde hace años, los Caldos Castro, junto con las "memelas" del mercado de Jamaica, se disputan codo a codo el lugar de honor como mi "platillo favorito". Aún no hay un vencedor claro, pero los Caldos tienen bastantes posibilidades.


Quienes me conocen un poco, saben que los Caldos Castro son mucho más que una "fondita" de la ciudad de México; por el contrario, es un lugar que ha definido una parte importante de mi ser-en-el-mundo y mi identidad como homo mexicanus extremis. Debo decir, sin embargo, que como muchas cosas en mi vida este gusto particular por los Caldos Castro es una herencia que mi hermano mayor me legó. Como ya se dieron cuenta, soy fan indiscutible. Pero quizá lo más curioso de todo esto es que el restaurante y sus platillos son de lo más simple y sencillo que se puedan imaginar. Un caldo de gallina y mollejas, un poco de arroz y garbanzos, eso es todo. ¿Qué lo hace entonces tan delicioso? He aquí la respuesta: el secreto del caldo de gallina perfecto consiste en exprimirle un limón entero y después agregarle dos cucharaditas de salsa roja. Eso es todo. En cuanto a los sopes con pollo, sólo les diré que es mejor pedirlos sin salsa y después irle echando de poco en poco.

Y bien, ¿todo esto con qué propósito?

Ninguno. Sólo quería comentarlo.

Y bueno, quizá esta entrada no sea tan trivial y tonta como pensaba en un primer momento:

los innumerables caldos de gallina con mollejas y los incontables sopes de pollo sin crema y sin salsa que he degustado en tan rupestre restaurante quizá no me han hecho más fuerte, ni más inteligente, mucho menos más guapo, pero sí me han ayudado a establecer una fórmula inequívoca en mis relaciones interpersonales: sólo aquel que ha comido un caldo de gallina conmigo y ha llorado de lo enchilado al morder un chile de árbol puede decir sin temor a equivocarse que me conoce.

De acuerdo, de acuerdo, exagero nuevamente. No hace falta que hayan comido un caldo Castro conmigo para conocerme. Pero sí se los recomiendo ampliamente. Quizá en una de esas y ustedes también encuentran su lugar-en-el-mundo.

¡Larga vida a los Caldos Castro!

1 comentario:

Jodida pero contenta dijo...

¡Yo comí allí!
En verdad son buenos (los caldos, dejemos afuera los sopes)
Eso quiere decir que te conozco mejor??? mmmmmm ¬¬